El libro "¿Qué es el cine?" de André Bazin es una obra fundamental de teoría cinematográfica que recoge las ideas principales del autor publicadas en distintos artículos. Con el fin de poder acercar al lector este imprescindible fluir de ideas, reflexiones y amor al cine, he decidido realizar una síntesis de los capítulos principales. Para ello, me he limitado a recoger las frases esenciales con las mínimas modificaciones necesarias para mantener la coherencia y cohesión del texto.
VIII. A favor de un cine impuro1
Defensa de la adaptación
1Resumen de Bazin, André, "A favor de un cine impuro", en ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp, 2008, pp. 101-127.
Uno de los fenómenos dominantes en la evolución del cine es la utilización cada vez más matizada del patrimonio literario y teatral. El fotografiar el teatro ha sido siempre una tentación para el cineasta, ya que es en sí un espectáculo; pero el resultado es de todos conocido. Y con mucha razón —al menos aparentemente— la expresión «teatro filmado» ha llegado a ser el lugar común del oprobio crítico. Por lo menos la novela requiere un cierto margen de creación para pasar de la escritura a la imagen.
El cine, o lo que queda, ¿es hoy incapaz de sobrevivir sin el apoyo de la literatura y del teatro? ¿Está a punto de convertirse en un arte subordinado y dependiente de cualquier arte tradicional? El problema que se ofrece a nuestra reflexión no es en el fondo tan nuevo: es en principio el de la influencia recíproca de las artes y de la adaptación en general. El cine es joven, pero la literatura, el teatro, la música, la pintura son tan viejos como la historia. De la misma manera que la educación de un niño queda determinada por la imitación de los adultos que le rodean, la evolución del cine ha estado necesariamente influida por el ejemplo de las artes consagradas. El cine se nos manifiesta en efecto como el único arte popular en un tiempo en el que el mismo teatro, arte social por excelencia, no alcanza más que a una minoría privilegiada de la cultura o del capital.
Lo que sin duda nos engaña en el caso del cine es que inversamente de lo que sucede por lo general en un ciclo evolutivo artístico, la adaptación, la imitación, aparentemente, no parecen situarse en su origen. Por el contrario, la autonomía de los medios de expresión, la originalidad de los temas nunca ha sido mayor que en los 25 o 30 primeros años del cine. Se comprende mucho menos que ponga una experiencia creciente al servicio de obras ajenas a su genio, como si esta capacidad de invención, de creación específica, estuviera en razón inversa con su poder de expresión. Pero esto sería ignorar las coordenadas esenciales de la historia del cine. Los primeros cineastas han robado lo necesario del arte cuyo público querían conquistar, es decir, el circo, el teatro de feria y el music-hall, que proporcionaron, en particular a los films burlescos, una técnica y unos intérpretes. El sonoro no significa el umbral de un paraíso perdido más allá del cual la musa del séptimo arte, advirtiendo su desnudez, hubiera comenzado a vestirse con harapos robados. El cine no ha escapado a la ley común: la ha padecido a su manera, la única posible, en su coyuntura técnica y sociológica. Pero también entendemos que no basta con haber probado que la mayor parte de los films primitivos no eran más que copias para justificar sin más las formas actuales de la adaptación.
El concepto de arte puro (poesía pura, pintura pura, etc.) no carece de sentido; se refiere a una realidad estética tan difícil de definir como de rechazar. En todo caso, si una cierta mezcla de artes como de géneros sigue siendo posible, no se desprende de ahí que toda mezcla sea feliz. Hay cruces fecundos y que suman las cualidades de los progenitores; hay también híbridos seductores pero estériles y hay finalmente uniones monstruosas que no engendran más que quimeras. Renunciemos por tanto a invocar los precedentes del origen del cine, y volvamos al problema tal como parece que hoy se plantea.
Es casi un lugar común afirmar que la novela contemporánea y especialmente la americana ha padecido la influencia del cine. Los nuevos modos de percepción impuestos por la pantalla, las maneras de ver, como el primer plano, las estructuras del relato, como el montaje, han ayudado al novelista a renovar sus accesorios técnicos. Pero en la misma medida en que se confiesan las referencias cinematográficas, se hacen por ese mismo motivo rechazables: se añaden simplemente al repertorio de procedimientos con el que el escritor construye su universo particular. Hace falta ahora más bien invertir la proposición habitual e interrogarse sobre la influencia de la literatura moderna en los cineastas.
Del hecho de que su materia prima sea la fotografía no se sigue que el séptimo arte esté esencialmente llamado a la dialéctica de las apariencias y a la psicología del comportamiento. Si bien es cierto que apenas puede aprehender su objeto como no sea desde el exterior, tiene mil maneras de actuar sobre su apariencia para eliminar todo equívoco y convertirla en signo de una única y sola realidad interior. Suponen, de acuerdo con el sentido común, una relación de causalidad necesaria y sin ambigüedades entre los sentimientos y sus manifestaciones; postulan que todo reside en la conciencia y que la conciencia puede ser conocida.
Si la influencia del cine sobre la novela moderna ha podido ilusionar a algunos buenos espíritus críticos, es porque en efecto el novelista utiliza hoy técnicas de narración, porque adopta una manera de valorizar los hechos cuyas afinidades con los medios de expresión del cine son ciertas (bien porque las hayan tomado directamente, bien, como nos parece más lógico, porque se trate de una especie de convergencia estética que polariza simultáneamente varias formas de expresión contemporáneas). Pero en este proceso de influencias o de correspondencias, es la novela la que ha ido más lejos en la lógica del estilo. Es ella quien ha sacado el partido más sutil de la técnica del montaje, por ejemplo, y del trastrocamiento de la cronología: ha sido sobre todo ella quien ha sabido levantar hasta una auténtica significación metafísica el efecto de un objetivismo inhumano y casi mineral. Sepamos ver por tanto lo que los mejores films contemporáneos deben a los novelistas modernos incluida, Ladrón de bicicletas. Por tanto, lejos de nosotros el escandalizarnos de las adaptaciones; sepamos ver si no una garantía absoluta, al menos un posible factor del progreso del cine.
Es absurdo indignarse por las traiciones a lo esencial de la obra sufridas por las obras maestras en la pantalla, al menos en nombre de la literatura. Porque, por muy aproximativas que sean las adaptaciones, no pueden dañar al original en la estimación de la minoría que lo conoce y aprecia; en cuanto a los ignorantes, una de dos: o bien se contentan con el film, que vale ciertamente lo que cualquier otro, o tendrán deseos de conocer el modelo, y eso se habrá ganado para la literatura. Este razonamiento está confirmado por todas las estadísticas editoriales, que acusan una subida vertiginosa en la venta de las obras literarias tras su adaptación al cine. La cultura en general y la literatura en particular no tienen nada que perder en esta aventura.
Queda el cine. Y pienso que en efecto hay razón para afligirse por la forma con que demasiado a menudo se emplea el capital literario, pero, más que por respeto a la literatura, porque el cineasta saldría ganando mucho si buscara una mayor fidelidad. La novela, que ha evolucionado más y se dirige a un público relativamente cultivado y exigente, propone al cine unos personajes más complejos y, en las relaciones entre fondo y forma, un rigor y una sutileza a los que la pantalla no está habituada.
La fidelidad en algunos directores como Renoir, se refiere más al espíritu que a la letra de la obra, lo que hace compatibles película y novela con una soberana independencia. Pero es que Renoir es un genio real tan grande como los escritores que adapta. Seguramente sería preferible que todos los directores tuvieran genio; puede pensarse que en ese caso no habría ya problemas de adaptación.
Sin duda, la novela tiene sus medios propios, su materia es el lenguaje, no la imagen; su acción confidencial sobre el lector aislado no es la misma que la del film sobre el público de las salas oscuras. Pero precisamente, las diferencias en las estructuras estéticas hacen todavía más delicada la búsqueda de las equivalencias y requieren por tanto mucha más imaginación y capacidad de invención por parte del cineasta que quiere realmente obtener una semejanza. Puede afirmarse que, en el dominio del lenguaje y del estilo, la creación cinematográfica es directamente proporcional a la fidelidad. La buena adaptación cinematográfica debe llegar a restituirnos lo esencial de la letra y del espíritu. El ejemplo de Bresson en Le Journal d'un curé de campagne resulta aún más demostrativo: su adaptación alcanza una fidelidad vertiginosa gracias a un respeto que no cesa de ser creador. Albert Béguin ha hecho notar muy justamente que la violencia característica de Bernanos no podía tener el mismo valor en cierta manera desvalorizada; que resulta a la vez provocativa y convencional. La verdadera fidelidad al tono del novelista exigía por tanto una especie de inversión de la violencia del texto. La verdadera equivalencia de la hipérbole bernanosniana se encuentra en la elipse y la atenuación de la puesta en escena de Robert Bresson. Cuanto más importantes y decisivas son las cualidades literarias de la obra, tanto más la adaptación modifica el equilibrio y exige un mayor talento creador que reconstruya según un nuevo equilibrio, no idéntico pero equivalente al antiguo. Adaptar, por fin, ya no es traicionar, sino respetar.
Si el cine es hoy capaz de situarse eficazmente en el dominio novelesco o teatral, es porque ha llegado a sentirse lo bastante seguro de sí mismo y señor de sus medios como para desaparecer delante de su objeto. Es que por fin puede pretender una fidelidad que no sea ya una ilusoria fidelidad de calcomanía; y eso gracias a la íntima intelección de sus propias estructuras estéticas, condición previa y necesaria para respetar las obras que acomete. De esta forma la multiplicación de las adaptaciones de obras literarias muy alejadas del cine no deben inquietar a la crítica que se preocupa por la pureza del séptimo arte: son, por el contrario, la prueba de su progreso. Es cierto que, partiendo de una misma calidad, es preferible un guion original a una adaptación. Pero si el cine recurre cada vez más a la literatura (también a la pintura y al periodismo) se trata de un hecho que no nos queda más remedio que constatar e intentar comprender, porque con toda probabilidad no podremos nada contra él.
Únicamente Chaplin, y porque su genio era verdaderamente excepcional, ha sabido atravesar un tercio de siglo de cine. ¡Pero al precio de qué avatares, de qué total renovación de su arte, de su estilo e incluso de su personaje! Un escritor puede repetirse en el fondo y en la forma durante medio siglo. El talento de un cineasta, si no sabe evolucionar con su arte, no dura apenas más de uno o dos lustros. Durante treinta años la historia de la técnica cinematográfica (entendida en un sentido amplio) se confundió prácticamente con la de los guiones. Los grandes realizadores son en principio creadores de formas o, si se prefiere, retóricos. En la dialéctica de la forma y el fondo, la primera resultaba entonces determinante, de la misma manera que la perspectiva o el óleo han transformado el universo pictórico.
Pero en los últimos años (se refiere a 1940-50), sucede como si la temática del cine hubiera agotado lo que podía esperar de la técnica. Ya no basta con inventar el montaje rápido o un cambio de estilo fotográfico para conmover. El cine ha entrado insensiblemente en la edad del argumento; entendámonos, en una reinversión de las relaciones entre el fondo y la forma. Tiende a la desaparición, a la transparencia, delante de un asunto que hoy somos capaces de apreciar en sí mismo, y sobre el que nos hacemos cada vez más exigentes. Mientras el color o el relieve no devuelvan provisionalmente la primacía a la forma y creen un nuevo ciclo de erosión estética, el cine no puede conquistar nada más en superficie. Llegará quizá el tiempo de los resurgimientos, es decir, de un cine nuevamente independiente de la novela y del teatro. Pero quizá porque las novelas estarán directamente escritas en cine. Mientras espera que la dialéctica de la historia del arte le devuelva esta deseable e hipotética autonomía, el cine asimila el formidable capital de asuntos elaborados, amasados a su alrededor por las artes ribereñas a lo largo de los siglos. Se las apropia porque las necesita y porque nosotros sentimos el deseo de reencontrarlas a través suyo. Haciéndolo, no las sustituye, sino todo lo contrario. La adaptación de la novela sirve a la literatura. Hamlet en la pantalla no hace más que aumentar el público de Shakespeare, un público que en parte al menos descubrirá el gusto de ir a escucharlo en la escena. Le Journal d’un curé de campagne, visto por Robert Bresson, ha multiplicado por diez los lectores de Bernanos. En realidad, no hay en absoluto competencia ni sustitución, sino presencia de una nueva dimensión que las artes han perdido poco a poco desde el Renacimiento: la del público. ¿Quién podrá lamentarse?
Daniel
21/11/2024