El libro "¿Qué es el cine?" de André Bazin es una obra fundamental de teoría cinematográfica que recoge las ideas principales del autor publicadas en distintos artículos. Con el fin de poder acercar al lector este imprescindible fluir de ideas, reflexiones y amor al cine, he decidido realizar una síntesis de los capítulos principales. Para ello, me he limitado a recoger las frases esenciales con las mínimas modificaciones necesarias para mantener la coherencia y cohesión del texto.
VII. La evolución del lenguaje cinematográfico1
1Resumen de Bazin, André, "La evolución del lenguaje cinematográfico", en ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp, 2008, pp. 81-100.
Los años 20: El nacimiento de dos tendencias
En 1928 el cine mudo estaba en su apogeo. Sin embargo, en los años 1928-30 se dio una verdadera revolución técnica con la llegada de la banda sonora. Aunque este hecho puede parecer una verdadera revolución estética, el uso del sonido ha demostrado que no venía a destruir el antiguo testamento cinematográfico sino a completarle. Esto se pone de manifiesto viendo las relaciones de parentesco entre algunos realizadores de los años 25 y otros de 1935 y sobre todo del período 1940-50. Por ejemplo, entre Eric von Stroheim y Jean Renoir u Orson Welles, Carl Theodor Dreyer y Robert Bresson. Estas afinidades más o menos marcadas prueban, por de pronto, que puede arrojarse un puente por encima del hueco de los años 30, y que ciertos valores del cine mudo persisten en el sonoro; pero sobre todo que se trata menos de oponer el «mudo» y el «sonoro» que de precisar la existencia en uno y otro de algunos grupos con un estilo y unas concepciones de la expresión cinematográfica fundamentalmente diferentes. Distinguiría en el cine, desde 1920 a 1940, dos grandes tendencias opuestas: los directores que creen en la imagen y los que creen en la realidad.
Por «imagen» entiendo de manera amplia todo lo que puede añadir a la cosa presentada su representación en la pantalla. Se puede reducir esencialmente a dos grupos de hechos: la plástica de la imagen y los recursos del montaje (que no es otra cosa que la organización de las imágenes en el tiempo, que proviene principalmente de las obras maestras de Griffith). En la plástica hay que incluir el estilo del decorado y del maquillaje, y también —en una cierta manera— el estilo de la interpretación; la iluminación, naturalmente, y, por fin, el encuadre cerrando la composición.
La utilización del montaje puede ser «invisible», cuando el fraccionamiento de los planos no tiene otro objeto que analizar el suceso según la lógica material o dramática de la escena. Pasa inadvertido porque el espíritu del espectador se identifica con los puntos de vista que le propone el director porque están justificados por la geografía de la acción o el desplazamiento del interés dramático.
Pero las posibilidades del montaje se ponen de manifiesto principalmente con tres procedimientos. Gracias al montaje paralelo Griffith llegaba a sugerir la simultaneidad de dos acciones, alejadas en el espacio, por una sucesión de planos de una y otra. Abel Gance utiliza el montaje acelerado en La rueda para dar la ilusión de la aceleración de una locomotora sin recurrir a verdaderas imágenes de velocidad, tan sólo con la multiplicación de planos cada vez más cortos. Finalmente el montaje de atracciones, creado por Serguéi M. Eisenstein, podría definirse como el refuerzo del sentido de una imagen por la yuxtaposición de otra imagen que no pertenece necesariamente al mismo acontecimiento: los fuegos artificiales, en La línea general, suceden a la imagen del toro.
Con estos procedimientos, siempre se descubre en ellos un punto común que es la definición misma del montaje: la creación de un sentido que las imágenes no contienen objetivamente y que procede únicamente de sus mutuas relaciones. La célebre experiencia de Kuleshov con el mismo plano de Mosjukin, cuya sonrisa parecía cambiar de sentido de acuerdo con la imagen que la precedía, resume perfectamente las propiedades del montaje. Los montajes de Kuleshov, de Eisenstein o de Gance no nos muestran el acontecimiento: aluden a él. Toman, sin duda, la mayor parte de sus elementos de la realidad que piensan describir, pero la significación final de la escena reside más en la organización de estos elementos que en su contenido objetivo. Sugieren la idea con la mediación de una metáfora o de una asociación de ideas. Entre el guion propiamente dicho, objeto último del relato, y la imagen bruta se intercala un catalizador, un «transformador» estético. El sentido no está en la imagen, es la sombra proyectada por el montaje sobre el plano de la conciencia del espectador.

Imagen 1: Efecto Kuleshov
Al final del cine mudo, el cine soviético, por una parte, había llevado a sus últimas consecuencias la teoría y la práctica del montaje, mientras que la escuela alemana hizo padecer a la plástica de la imagen (decorado e iluminación) todas las violencias posibles. Si lo esencial del arte cinematográfico estriba en lo que la plástica y el montaje pueden añadir a una realidad dada (expresionismo del montaje y de la imagen), el cine mudo es un arte completo. El sonido no desempeñaría más que un papel subordinado y complementario: como contrapunto de la imagen visual.
Sin embargo, el montaje no desempeña prácticamente ningún papel en los films de Eric von Stroheim, Murnau o Flaherty, a no ser el puramente negativo de eliminación, inevitable en una realidad demasiado abundante. Lo que cuenta para Flaherty delante de Nanouk cazando la foca es la relación entre Nanouk y el animal, es el valor real de la espera. El montaje podría sugerirnos el tiempo, Flaherty se limita a mostrarnos la espera, la duración de la caza es la sustancia misma de la imagen, su objeto verdadero. Más que por el tiempo, Murnau se interesa por la realidad del espacio dramático. Considerarlo expresionismo es un tanto superficial. La composición de su imagen no es nunca pictórica, no añade nada a la realidad, no la deforma, se esfuerza por el contrario en poner de manifiesto sus estructuras profundas, en hacer aparecer las relaciones preexistentes que llegan a ser constitutivas del drama. Y Stroheim es el más opuesto a la vez al expresionismo de la imagen y a los artificios del montaje. En él, la realidad confiesa su sentido. El principio de su puesta en escena es simple: mirar al mundo lo bastante de cerca y con la insistencia suficiente para que termine por revelarnos su crueldad y su fealdad. Estos directores demuestran la existencia de un lenguaje cuya unidad semántica y sintáctica no es el plano; en el que la imagen no cuenta en principio por lo que añade a la realidad sino por lo que revela en ella. Para esta tendencia el cine mudo no era de hecho más que una enfermedad: la realidad menos uno de sus elementos. Tanto Avaricia como La passion de Jeanne d'Arc son ya virtualmente películas sonoras. Así pues, la llegada de la banda sonora no supone una ruptura sino una continuidad en la corriente de cineastas que creían en la realidad. La verdadera ruptura se había dado ya durante el cine mudo.

Imagen 2: Nanuk, el esquimal (1922, Robert J. Flaherty)
Los años 30: la planificación cinematográfica a partir del cine sonoro
De 1930 a 1940 parece haberse producido en todo el mundo y especialmente en América una cierta comunidad de expresión en el lenguaje cinematográfico. Se produce en Hollywood el triunfo de seis o siete grandes géneros: la comedia americana, el género burlesco, las películas musicales, el film policíaco y de gángsters, el drama psicológico y de costumbres, el film fantástico o de terror y el western. La segunda cinematografía del mundo durante ese mismo período es, sin duda alguna, la francesa, con la tendencia del realismo negro o realismo poético.
En cuanto al fondo encontramos grandes géneros con reglas bien elaboradas, capaces de contentar a un amplio público internacional y de interesar también a una élite cultivada. En cuanto a la forma, vemos estilos de fotografía y de planificación perfectamente claros y acordes con el asunto; una reconciliación total entre imagen y sonido. Films como Jezabel, de William Wyler; La diligencia, de John Ford, o Le jour se lève, de Marcel Carné, se experimenta el sentimiento de un arte que ha encontrado su perfecto equilibrio, su forma idea de expresión, y recíprocamente admiramos algunos temas dramáticos y morales a los que el cine no ha dado una existencia total, pero a los que por lo menos ha elevado a una grandeza y a una eficacia artística que no hubieran conocido sin él. En resumen; todas las características de la plenitud de un arte «clásico».
Los años treinta han sido a la vez los del sonido y la película pancromática. También los de la generalización del uso de la grúa. Sin duda el equipo de los estudios no ha dejado de mejorar, pero estos perfeccionamientos eran sólo de detalle, ya que ninguno abría posibilidades radicalmente nuevas a la puesta en escena. Aun así, pueden considerarse adquiridas las condiciones técnicas necesarias y suficientes para el arte cinematográfico.
En 1938 se encuentra casi por todas partes el mismo género de planificación. Si llamamos, un poco convencionalmente, «expresionista» o «simbolista» el tipo de films mudos fundados sobre la plástica y los artificios del montaje, podríamos calificar la nueva forma del relato como «analítica» y «dramática». Podemos imaginar en 1936 la siguiente planificación para una escena de una mesa servida y un pobre huésped hambriento:
- Plano general encuadrando a la vez al actor y la mesa.
- Travelling hacia adelante que termina en un primer plano de la cara, que expresa una mezcla de asombro y de deseo.
- Serie de primeros planos de los alimentos.
- Vuelta la persona, encuadrado de pie, que avanza lentamente hacia la cámara.
- Ligero travelling hacia atrás para permitir un plano americano del actor agarrando un muslo de pollo.
Esta planificación siempre tendrá algunos puntos comunes:
- La verosimilitud del espacio, donde el lugar del personaje estará siempre determinado, incluso cuando un primer plano elimine el decorado.
- La intención y los efectos de la planificación serán exclusivamente dramáticos o psicológicos.
Los cambios en el punto de vista de la cámara no añaden nada. Sólo presentan la realidad de una manera más eficaz. Por de pronto, permitiendo verla mejor, después, poniendo el acento sobre aquello que lo merece. En los años 30, el director tiene poco margen para modificar la lógica formal del acontecimiento. El montaje de atracciones resulta chocante en esta época, y se asiste a la desaparición casi total de los trucos visibles. Se comprende, por lo demás, que la imagen sonora, mucho menos maleable que la imagen visual, haya llevado el montaje hacia el realismo, eliminando cada vez más tanto el expresionismo plástico como las relaciones simbólicas entre las imágenes. Una de las técnicas características de la planificación de esta época era el campo-contracampo: en un diálogo, por ejemplo, la toma de vistas alternada según la lógica del texto, de uno al otro interlocutor. Es este tipo de planificación, que sirvió perfectamente a los mejores films de los años 1930 a 1939, el que ha sido puesto en tela de juicio por la planificación en profundidad, utilizada por Orson Welles y William Wyler.

Imagen 3: La diligencia (1939, John Ford)
Los años 40: la revolución del lenguaje cinematográfico
El interés de Citizen Kane difícilmente puede ser sobrestimado. Gracias a la profundidad de campo, escenas enteras son tratadas en un único plano, permaneciendo incluso la cámara inmóvil. Los efectos dramáticos, conseguidos anteriormente con el montaje, nacen aquí del desplazamiento de los actores dentro del encuadre escogido de una vez por todas. Es cierto que Orson Welles, al igual que Griffith en el caso del primer plano, no ha «inventado» la profundidad de campo; todos los primitivos del cine lo utilizaban y con razón. El flou de la imagen no ha aparecido hasta el montaje. No era sólo una dificultad técnica como consecuencia del empleo de planos muy próximos, sino la consecuencia lógica del montaje, su equivalencia plástica. Si se busca un precursor de Orson Welles, no es Louis Lumière o Zecca, sino Renoir. En Renoir la búsqueda de la composición en profundidad corresponde efectivamente a una supresión parcial del montaje, reemplazado por frecuentes panorámicas y entradas en campo. Todo lo cual supone un deseo de respetar la continuidad del espacio dramático y, naturalmente, también su duración.
Resulta evidente, a quien sabe ver, que los planos-secuencia de Welles en El cuarto mandamiento no son en absoluto la «grabación» pasiva de una acción fotografiada en un mismo encuadre, sino que, por el contrario, el renunciar a una división del acontecimiento, el renunciar a analizar en el tiempo el área dramática, es una operación positiva cuyo efecto resulta muy superior al que se hubiera conseguido con la planificación clásica.
El encuadre de 1910 se identifica prácticamente con el cuarto muro ausente del escenario teatral o, al menos en exteriores, con el mejor punto de vista sobre la acción, mientras que el decorado, la iluminación y el ángulo dan a la puesta en escena de Welles o de Wyler una legibilidad diferente. Sobre la superficie de la pantalla, el director y el operador han sabido organizar un tablero dramático en el que ningún detalle está excluido. La colocación de un objeto con relación a los personajes es tal que el espectador no puede escapar a su significación. Significación que el montaje habría detallado con una serie de planos sucesivos.
En otros términos, el plano secuencia del director moderno, realizado con profundidad de campo, no renuncia al montaje, sino que lo integra en su plástica. La narración de Welles o de Wyler no es menos explícita que la de John Ford, pero tiene sobre este último la ventaja de no renunciar a los efectos particulares que pueden obtenerse de la unidad de la imagen en el tiempo y en el espacio. No es efectivamente una cosa indiferente que un acontecimiento sea analizado por fragmentos o representado en su unidad física. Sería evidentemente absurdo negar los progresos decisivos que el uso del montaje ha aportado al lenguaje de la pantalla, pero también es cierto que han sido obtenidos a costa de otros valores no menos específicamente cinematográficos. Por esto la profundidad de campo es una adquisición capital de la puesta en escena: un progreso dialéctico en la historia del lenguaje cinematográfico. Afecta, junto con las estructuras del lenguaje cinematográfico, a las relaciones intelectuales del espectador con la imagen, y modifica por tanto el sentido del espectáculo:
- La profundidad de campo coloca al espectador en una relación con la imagen más próxima de la que tiene con la realidad. Resulta por tanto justo decir que, independientemente del contenido mismo de la imagen, su estructura es más realista.
- Implica como consecuencia una actitud mental más activa e incluso una contribución positiva del espectador a la puesta en escena. Mientras que en el montaje analítico el espectador tiene que seguir tan sólo una dirección, unir la propia atención a la del director que elige por él lo que hace falta ver, en este otro caso se requiere un mínimum de elección personal. De su atención y de su voluntad depende en parte el hecho de que la imagen tenga un sentido.
- De las dos proposiciones precedentes, de orden psicológico, se desprende una tercera que puede calificarse de metafísica.
Al analizar la realidad, el montaje, por su misma naturaleza atribuye un único sentido al acontecimiento dramático, se opone esencialmente a la expresión de la ambigüedad. La profundidad de campo reintroduce la ambigüedad en la estructura de la imagen, si no como una necesidad, al menos como una posibilidad. Por eso no es exagerado decir que Citizen Kane sólo puede concebirse en profundidad de campo. La incertidumbre en la que se permanece acerca de la clave espiritual y de la interpretación de la historia está desde el principio inscrita en la estructura de la imagen.

Imagen 4: Ciudadano Kane (1941, Orson Welles)
Y no es que Welles se prohíba a sí mismo el recurso a los procedimientos expresionistas del montaje, sino que justamente su utilización episódica, entre los «planos-secuencia» en profundidad de campo, les da un sentido nuevo. El montaje constituía antes la materia misma del cine, el tejido del guión. En Citizen Kane un encadenamiento de sobreimpresiones se opone a la continuidad de una escena en una sola toma, y se convierte en otra modalidad, explícitamente abstracta, del relato. El montaje acelerado desvirtuaba el tiempo y el espacio; el de Welles no trata de engañarnos, sino que, por el contrario, nos lo propone como una condensación temporal, equivalente, por ejemplo, al imperfecto castellano o al frecuentativo inglés. Así, el «montaje rápido» y el «montaje de atracciones», las sobreimpresiones que el cine sonoro no había utilizado desde hace diez años, encuentran un nuevo sentido con relación al realismo temporal de un cine sin montaje. Es por esto que el año 1941 marca el comienzo de un nuevo periodo, donde Citizen Kane se inserta en un movimiento de conjunto, en un vasto desplazamiento geológico de los ejes del cine que va confirmando por todas partes esta revolución del lenguaje.
El cine de los años 1940-50 se caracteriza también por una mejora de la producción de algunas naciones, como el cine italiano y británico. Pero la verdadera revolución se hizo al nivel de los asuntos más que del estilo; más de lo que el cine tiene que decir al mundo que de la manera de decirlo. El neorrealismo ¿no es más un humanismo que un estilo de la puesta en escena? ¿Y ese mismo estilo, no se define esencialmente por un «desaparecer» ante la realidad? Pero a nuevo asunto, nueva forma. Y una manera de mejor entender lo que el film trata de decirnos consiste en saber cómo nos lo dice. En Paisa y en Germania, anno zero de R. Rossellini, y Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, el neorrealismo italiano se opone a las formas anteriores del realismo cinematográfico por la renuncia a todo expresionismo y, en particular, por la total ausencia de efectos debidos al montaje. El neorrealismo tiende a devolver al film el sentido de la ambigüedad de lo real, a reducir el montaje a la nada y a proyectar en la pantalla la verdadera continuidad de la realidad.
Resumiendo, se trata simplemente de un progreso dialéctico del que los años cuarenta marcan el gran punto de articulación. El cine sonoro ha renunciado a cierta estética del lenguaje cinematográfico, cinematográfico, pero sólo de la que más le apartaba de su vocación realista. Del montaje, el cine sonoro había conservado lo esencial, la descripción discontinua y el análisis dramático del suceso. Había renunciado a la metáfora y al símbolo para esforzarse por la ilusión de la representación objetiva. El expresionismo del montaje había desaparecido casi completamente, pero el realismo relativo en el estilo de la planificación que triunfaba generalmente hacia 1937 implica una limitación congénita de la que no podíamos darnos cuenta porque los asuntos que se trataban le resultaban perfectamente apropiados.
En los tiempos del cine mudo, el montaje evocaba lo que el realizador quería decir; en 1938 la planificación describía; hoy, en fin, puede decirse que el director escribe directamente en cine. La imagen, su estructura plástica, su organización en el tiempo, precisamente porque se apoya en un realismo mucho mayor, dispone así de muchos más medios para dar inflexiones y modificar desde dentro la realidad. El cineasta ya no es sólo un competidor del pintor o del dramaturgo, sino que ha llegado a igualarse con el novelista.
Daniel
21/11/2024