CAPÍTULO 6

Montaje prohibido

El libro "¿Qué es el cine?" de André Bazin es una obra fundamental de teoría cinematográfica que recoge las ideas principales del autor publicadas en distintos artículos. Con el fin de poder acercar al lector este imprescindible fluir de ideas, reflexiones y amor al cine, he decidido realizar una síntesis de los capítulos principales. Para ello, me he limitado a recoger las frases esenciales con las mínimas modificaciones necesarias para mantener la coherencia y cohesión del texto.


VI. Montaje prohibido1

1Resumen de Bazin, André, "Montaje prohibido", en ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp, 2008, pp. 67-80.

Bim es quizá, junto con Crin blanca y el único film verdaderamente para niños que el cine haya producido hasta el momento (1953). Porque la mayoría no son una producción específica, sino simplemente, films inteligibles para un espectador de una edad mental inferior a los catorce años. Es sabido que los films americanos no sobrepasan con frecuencia ese nivel virtual. Lo mismo sucede con los dibujos animados de Walt Disney. Pero es fácil darse cuenta de que tales films no son realmente comparables con la verdadera literatura infantil (tampoco muy abundante). Ésta, no es en absoluto inofensiva. No es necesario recurrir a su sistema para advertir en Alicia en el país de las maravillas o en los Cuentos de Andersen la profundidad deliciosa y aterradora que constituye la piedra angular de su belleza. Los autores tienen una capacidad de ensueño que iguala por su naturaleza e intensidad a la de la infancia. Ese universo imaginario no tiene nada de pueril. Es la pedagogía la que ha inventado para los niños los colores inocentes, pero basta fijarse en el uso que hacen de ellos para quedarse asombrado ante sus verdes paraísos poblados de monstruos. Los autores de la literatura verdaderamente infantil son sólo educativos de manera accesoria y en raros casos (quizá Julio Verne sea el único). Normalmente son poetas cuya imaginación tiene el privilegio de mantenerse en la onírica longitud de onda de la infancia.

El globo rojo es quizá más intelectual y, por tanto, menos infantil. El haberla unido a En un país lejano sirve para hacer resaltar la diferencia entre la poesía válida para los niños y para los adultos, y la puerilidad que sólo podría satisfacer a los primeros. Pero no es ése el terreno que me interesa explorar. El propósito de este artículo es analizar, partiendo de estas dos obras, ciertas leyes del montaje en su relación con la expresión cinematográfica e incluso más esencialmente su ontología estética. Una y otra demuestran, en sentidos radicalmente opuestos, las virtudes y los límites del montaje.

La ambición de Jean Tourane es imitar a Walt Disney utilizando animales verdaderos. Es evidente, sin embargo, que los sentimientos prestados a los animales son (al menos en lo esencial) una proyección de nuestra propia consciencia. Sólo leemos en su anatomía o en su comportamiento los estados de ánimo que les atribuimos más o menos inconscientemente a partir de ciertas semejanzas exteriores con la anatomía o el comportamiento del hombre. Este antropomorfismo no es por tanto algo condenable a priori independientemente del nivel donde se sitúe. Los animales de Tourane no han sido amaestrados, sino domesticados. Prácticamente nunca realizan las cosas que se les ve hacer. Todo el ingenio y el talento de Tourane consiste en hacer permanecer a los animales casi inmóviles durante la duración de la toma en el lugar donde les ha situado; el decorado, la disposición y el comentario bastan para dar a la postura del animal un sentido humano que la ilusión del montaje precisa y amplifica de manera tan considerable que llega a veces a crearlo casi totalmente. Toda una historia se construye así con numerosos personajes y complejas relaciones. En esta ocasión, En un país lejano, no era sólo suficiente sino necesario hacer este film mediante el montaje. Si los personajes de Tourane fueran animales sabios capaces de realizar la mayor parte de las acciones que el montaje les atribuye, el sentido del film habría cambiado radicalmente. Nuestro interés ya no se dirigiría a la historia sino a la proeza. En otros términos, pasaría de lo imaginario a lo real. Es el montaje, creador abstracto del sentido, quien mantiene el espectáculo en su necesaria irrealidad.

En cuanto a El globo rojo, por el contrario, no debe y no puede deber nada al montaje. Lo que no deja de ser paradójico, teniendo en cuenta que el zoomorfismo atribuido al objeto es todavía más imaginario que el antropomorfismo de los animales. El globo rojo, de Lamorisse, ha realizado efectivamente ante la cámara los movimientos que le vemos realizar. Quede claro que se trata de un truco, pero que nada debe al cine en cuanto tal. La ilusión nace aquí de la realidad. Es algo concreto que no resulta de los prolongamientos virtuales del montaje. ¿Y qué importancia puede tener si el resultado es el mismo? Hacernos admitir en la pantalla la existencia de un globo capaz de seguir a su dueño. Con el montaje el globo mágico no existiría más que sobre la pantalla mientras que el de Lamorisse nos devuelve a la realidad.

Lo importante no es que el truco sea invisible, sino que haya truco o no. El globo rojo lo debe todo al cine justamente porque de una manera esencial no le debe nada. Es muy posible imaginar El globo rojo como una narración literaria. Pero por muy bien escrito que se le suponga, el libro no podría compararse con el film porque su encanto es de una naturaleza completamente distinta. Sin embargo, la misma historia, por muy bien filmada que estuviera, podría no haber tenido sobre la pantalla más realidad que en el libro, y esto sucedería en la hipótesis de que Lamorisse hubiera decidido recurrir a las ilusiones del montaje (o eventualmente de las transparencias). El film pasaría entonces a ser una narración por la imagen (como el cuento lo sería por la palabra) en lugar de ser lo que es, es decir, la imagen de un cuento o, si se quiere, un documental imaginario. El montaje se convierte en esta ocasión en el procedimiento literario y anticinematográfico por excelencia. La especificidad cinematográfica, alcanzada por una vez en estado puro, reside por el contrario en el simple respeto fotográfico de la unidad de espacio.

Pero si El globo rojo no le debe nada esencialmente al montaje, recurre a él accidentalmente, porque Lamorisse se gastó 500.000 francos en globos rojos para tener los dobles necesarios. Veamos el ejemplo de Crin blanca. En esta película, el paisaje, los personajes y sus costumbres constituyen la base de la realidad sobre la que se construye el mito de «Crin blanca». Su realidad cinematográfica no podía prescindir de la realidad documental, pero para que ésta llegara a ser también verdad ante nuestra imaginación hacía falta que se destruyera y renaciera de la misma realidad. Si lo que se muestra en la pantalla tuviera que ser verdadero y hubiera sido efectivamente realizado delante de la cámara, la película dejaría de existir, porque instantáneamente dejaría de ser un mito. Ése es el límite del trucaje, el margen de subterfugio necesario a la lógica de la narración, que permite a lo imaginario el integrarse con la realidad y sustituirla a la vez. Si no hubiera más que un solo caballo salvaje, penosamente sometido a las exigencias de la toma de vistas, el film no sería más que una prueba de destreza, un número casi de circo; no es difícil entender que se saldría perdiendo. Lo que hace falta, para la plenitud estética de la empresa, es que podamos creer en la realidad de los acontecimientos, sabiéndolos trucados. Al espectador no le hace ninguna falta, ciertamente, saber expresamente que se han utilizado tres o cuatro caballos o que había que tirar del hocico del animal con un hilo de nylon para hacerle volver la cabeza cuando hacía falta. Lo que importa es que la materia prima del film es auténtica y a la vez, y sin embargo, «aquello es cine». Entonces la pantalla reproduce el flujo y reflujo de nuestra imaginación que se alimenta de la realidad, sustituyéndola; la fábula nace de la experiencia que la imaginación trasciende.

Otro ejemplo es la película Buitres en la selva, donde hay una escena en la que un niño coge un cachorro de león y la leona va avanzando hacia él. Hasta aquí todo se ha hecho mediante un montaje paralelo y este suspense tan ingenuo parece de lo más convencional. Pero, de repente, el director abandona los planos cortos que aíslan a los protagonistas del drama para ofrecernos, en el mismo plano general, a los padres, al niño y a la fiera. Éste solo encuadre, en el que todo trucaje parece inconcebible, autentifica de golpe y retroactivamente el montaje banal que lo precedía. A partir de aquí, la escena se desarrolla siempre en el mismo plano general. Es evidente que de no considerarla más que como narración, esta secuencia tendría rigurosamente el mismo significado aparente si se hubiese rodado por completo usando las facilidades materiales del montaje o incluso de la «transparencia». Pero, en uno y otro caso, la escena no se habría desarrollado nunca en su realidad física y espacial ante la cámara. De forma que, a pesar del carácter concreto de cada imagen, no tendría más que un valor de narración, no de realidad. No habría diferencia esencial entre la secuencia cinematográfica y el capítulo de una novela que relatara el mismo episodio imaginario. Y así la calidad dramática y moral de este episodio sería evidentemente de una mediocridad extrema mientras que el encuadre final, que implica la puesta de los personajes en la situación real, nos lleva de golpe a la cumbre de la emoción cinematográfica. Naturalmente, la proeza se había hecho posible porque la leona estaba semidomesticada. Pero esto no importa. La cuestión no es que el muchacho haya corrido realmente el riesgo representado, sino sólo que su representación fuese de tal forma que respetara la unidad espacial del suceso. El realismo reside, en este caso, en la homogeneidad del espacio. Así se ve que hay casos en los que, lejos de constituir la esencia del cine, el montaje es su negación. La misma escena, según que se trate mediante el montaje o en un plano general, puede no ser más que pésima literatura o convertirse en gran cine.

Pero, recíprocamente, hace falta que lo imaginario tenga sobre la pantalla la densidad espacial de lo real. El montaje no puede utilizarse más que dentro de límites precisos, bajo pena de atentar contra la ontología misma de la fábula cinematográfica. Por ejemplo, no le está permitido al realizador escamotear mediante el campo-contracampo la dificultad de hacer ver dos aspectos simultáneos de una acción. Lamorisse lo ha entendido perfectamente en la secuencia del conejo, en la que permanecen simultáneamente en campo el caballo, el niño y el animal perseguido. Así llegamos al siguiente principio estético: «Cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido». Y vuelve a recuperar sus derechos cada vez que el sentido de la acción no depende de la contigüidad física, aunque esté implicada.

Estas anotaciones actuales no se refieren a la forma sino a la naturaleza del relato o más aún a ciertas interdependencias entre la naturaleza y la forma. Para que la narración reencuentre la realidad, basta con que uno solo de sus planos, convenientemente escogido, reúna los elementos previamente separados por el montaje. Esto es realmente necesario en films documentales y las actualidades, y en films de ficción que tienden a la fábula, como Crin blanca, donde la ficción solo cobra sentido y valor en cuanto la realidad se integra con lo imaginario. Finalmente, en los films de pura narración, equivalentes de la novela o de la obra de teatro, es también probable que ciertos tipos de acción requieran la desaparición del montaje (es algo que ilustran muy bien Citizen Kane y El cuarto mandamiento). Pero sobre todo, algunas situaciones sólo existen cinematográficamente cuando su unidad espacial es puesta en evidencia, de manera muy particular las situaciones cómicas fundadas sobre las relaciones del hombre con los objetos. En estos casos, como en El globo rojo, todos los trucos están entonces permitidos, pero no las comodidades del montaje. Los burlescos primitivos (especialmente Keaton) y los films de Charlot están a este respecto llenos de enseñanzas. Si el género burlesco ha triunfado antes de Griffith y del montaje, es porque la mayor parte de los gags ponían de manifiesto una comicidad del espacio, de la relación del hombre con los objetos y el mundo exterior.


Daniel
02/11/2024