CAPÍTULO 19

Al margen de «el erotismo en el cine»

El libro "¿Qué es el cine?" de André Bazin es una obra fundamental de teoría cinematográfica que recoge las ideas principales del autor publicadas en distintos artículos. Con el fin de poder acercar al lector este imprescindible fluir de ideas, reflexiones y amor al cine, he decidido realizar una síntesis de los capítulos principales. Para ello, me he limitado a recoger las frases esenciales con las mínimas modificaciones necesarias para mantener la coherencia y cohesión del texto.


XIX. Al margen de «el erotismo en el cine»1

1Resumen de Bazin, André, "Al margen de «el erotismo en el cine»", en ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp, 2008, pp. 275-283.

Sólo en el caso del cine se puede decir que el erotismo aparece como un proyecto y un contenido fundamental. No único, ciertamente, ya que muchos films entre los más importantes no le deben nada; pero sí un contenido mayor, específico e incluso esencial. Pero hace falta saber si la omnipresencia del erotismo no es más que un fenómeno general, pero accidental, consecutivo al libre juego capitalista de la oferta y la demanda. Tratándose de atraer a la clientela, los productores habrían recurrido de manera natural al tropismo más eficaz: el del sexo.

Sin embargo, Lo Duca parece ver la fuente del erotismo cinematográfico en el parentesco del espectáculo cinematográfico con el sueño. Si la hipótesis es exacta —y creo que lo es al menos en parte— la psicología del espectador de cine tendría que identificarse con la de la persona dormida que sueña. Pero sabemos que la censura que preside el sueño es infinitamente más rigurosa que todas las Anastasias del mundo. De ahí todo el extraordinario repertorio de símbolos generales o particulares encargados de camuflar delante de nuestro espíritu los imposibles guiones de nuestros señores.

La analogía entre el sueño y el cine me parece que debe ser llevada todavía más lejos. Reside tanto en lo que deseamos profundamente ver sobre la pantalla como en lo que no podría mostrársenos. Se comete una equivocación cuando se asimila la palabra sueño a no sé qué libertad anárquica de la imaginación. Nada está más determinado y censurado que el sueño. Es cierto, y los surrealistas hacen bien en recordarlo, que no es la razón quien hace esto. Es cierto también que el sueño sólo se define negativamente por la censura y que su realidad positiva reside, por el contrario, en la irresistible transgresión contra las interdicciones del super-ego. Veo también claramente la diferencia de naturaleza entre censura cinematográfica, de esencia social y jurídica, y la censura onírica, pero quiero señalar simplemente que la función de la censura es tan esencial en el sueño como en el cine. Es uno de sus constitutivos dialécticos.

No se trata de que el autor ignore el papel excitante que pueden siempre desempeñar las prohibiciones formales de la censura, sino el hecho de que parezca ver en ello tan sólo un ir tirando y, sobre todo, que el espíritu que preside la selección de sus fotos ilustra la tesis inversa. Se trataría más bien de mostrarnos lo que la censura corta habitualmente en los films y no lo que deja subsistir. Por ejemplo, en el caso de Marilyn Monroe, la foto que se imponía no era la del calendario para el que posó desnuda, sino la famosa escena de La tentación vive arriba, donde se hace levantar las faldas por una corriente de aire del Metro. Esta idea genial no podía nacer más que en el cuadro de un cine que posee una larga, rica y bizantina cultura de la censura. Tales hallazgos suponen un extraordinario refinamiento de la imaginación, adquirido luchando contra la rigurosa estupidez de un código puritano. Lo cierto es que Hollywood, a pesar y a causa de todas sus prohibiciones, sigue siendo la capital del erotismo cinematográfico.

No se me haga decir, sin embargo, que todo verdadero erotismo tendría necesidad, para florecer sobre la pantalla, de engañar a un código oficial de censura. Es incluso cierto que las ventajas sacadas de esta transgresión oculta pueden ser muy inferiores a las pérdidas. Y es que los tabús sociales y morales de los censores son un cuadro demasiado estúpido y arbitrario para canalizar convenientemente la imaginación. Aun siendo benéficos en la comedia o en el film-ballet, por ejemplo, constituyen un obstáculo estúpido e insuperable en los géneros realistas. La única censura decisiva de la que el cine no puede prescindir está constituida por la misma imagen y, en último análisis, sólo con relación a ella puede intentar definirse una psicología y una estética de la censura erótica.

Domarchi decía que las escenas eróticas debían poder interpretarse como las otras, y que la emoción sexual concreta de los actores delante de la cámara era contradictoria con las exigencias del arte. Esta austeridad puede quizá sorprender en principio, pero se apoya en un argumento irrefutable que no es en absoluto de orden moral. Si se muestra sobre la pantalla a un hombre y una mujer con un vestido y una postura tales que sea inverosímil que al menos un comienzo de consumación sexual no haya acompañado a la acción, yo tendría derecho a exigir, en un film policíaco, que se mate verdaderamente a la víctima o al menos que se la hiera más o menos gravemente. Y esta hipótesis no tiene nada de absurdo, porque no hace mucho que el asesinato ha dejado de ser espectáculo. Me acuerdo de haber escrito hace ya tiempo, a propósito de una célebre secuencia documental en la que se veía ejecutar en plena calle de Shanghai a unos «espías comunistas» por los oficiales de Chian-Kai-Shek, que la obscenidad de la imagen era del mismo orden que la de una película pornográfica. Una pornografía ontológica. La muerte es aquí el equivalente negativo de la satisfacción sexual a la que se ha calificado, no sin motivo, de «pequeña muerte».

En el cine, a la mujer, incluso desnuda, se le puede acercar un hombre, desearla expresamente y acariciarla realmente, porque a diferencia del teatro —lugar concreto de un juego que está fundado en la consciencia y en la oposición—, el cine se desarrolla en un espacio imaginario que provoca una participación y una identificación. El actor que triunfa sobre la mujer me satisface por procuración. Su seducción, su belleza, su audacia no entran en competencia con mis deseos, sino que los realizan. Pero si nos limitáramos a esta sola psicología, el cine idealizaría al cine pornográfico. Es bien evidente, por el contrario, que si queremos permanecer en el nivel del arte, debemos mantenernos en lo imaginario. Debo poder considerar lo que pasa sobre la pantalla como un simple relato, una evocación que no llega jamás al plano de la realidad, o en caso contrario me hago el cómplice diferido de un acto, o al menos de una emoción, cuya realización exige la intimidad.

Lo que significa que el cine lo puede decir todo pero no puede mostrarnos todo. No hay situaciones sexuales morales o no2, escandalosas o banales, normales o patológicas, cuya expresión esté a priori prohibida a la pantalla; pero con la condición de recurrir a las posibilidades de abstracción del lenguaje cinematográfico de manera que la imagen no adquiera jamás un valor documental.

Pero lo que más me molesta en la bella lógica de mi razonamiento es el problema de sus límites. ¿Por qué detenerme en los actores y no considerar también al espectador? Si la transmutación estética es perfecta, este último debería quedarse tan impasible como los artistas. El Beso, de Rodin, a pesar de su realismo, no sugiere ningún pensamiento libidinoso.

Sobre todo, ¿no es engañosa la distinción entre la imagen literaria y la cinematográfica? Considerar esta última como de una diferente esencia porque está realizada fotográficamente implicaría muchas consecuencias estéticas hacia las que no estoy dispuesto a dejarme arrastrar. Si el postulado de Domarchi es exacto, ha de poder aplicarse, convenientemente adaptado, a la novela. Domarchi debería sentirse molesto cada vez que un novelista describa actos que no podría imaginar con la «cabeza» perfectamente fría. ¿Se encuentra el escritor en una situación muy diferente a la del cineasta y sus actores? Y es que en estas materias la separación de la imaginación y del acto es bastante incierta si no arbitraria. Dar a la novela el privilegio de evocarlo todo y negárselo al cine, que está tan cerca de ella, es una contradicción crítica que constato sin superar… Le dejaré al lector la tarea de llegar por él mismo.

2Me parece muy valioso el esfuerzo que hace Bazin para justificar los límites del erotismo desde una perspectiva puramente estética y cinematográfica, pero creo que no podemos dejar de lado la dimensión moral (seguro que Bazin la tenía en cuenta, y más conociendo su visión ontológica del arte, a pesar de que aquí no la explicite). Es cierto que en la medida de lo posible hay que recurrir a argumentos propiamente cinematográficos, pero siempre iluminados por la moral.


Daniel
22/12/2024