El libro "¿Qué es el cine?" de André Bazin es una obra fundamental de teoría cinematográfica que recoge las ideas principales del autor publicadas en distintos artículos. Con el fin de poder acercar al lector este imprescindible fluir de ideas, reflexiones y amor al cine, he decidido realizar una síntesis de los capítulos principales. Para ello, me he limitado a recoger las frases esenciales con las mínimas modificaciones necesarias para mantener la coherencia y cohesión del texto.
I. Ontología de la imagen fotográfica1
1Resumen de Bazin, André, "Ontología de la imagen fotográfica", en ¿Qué es el cine?, Madrid, Ediciones Rialp, 2008, pp. 23-31.
El embalsamamiento se puede considerar un hecho fundamental para la génesis de las artes plásticas. La muerte no es más que la victoria del tiempo, y los egipcios escapaban de su inexorabilidad salvando las apariencias mismas del cadáver: fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida. Se descubre así, en sus orígenes religiosos, la función primordial de la escultura: salvar al ser por las apariencias.
Pero la evolución de la civilización pronto separó al arte de su función mágica, y Luis XIV en vez de hacerse embalsamar se contentó con que le pintaran un retrato. Pero esa evolución no podía hacer otra cosa que sublimar, a través de la lógica, la necesidad incoercible de exorcizar el tiempo. No se cree ya en la identidad ontológica entre modelo y retrato, pero se admite que éste nos ayuda a acordarnos de aquél y a salvarlo, por tanto, de una segunda muerte espiritual. Esto refleja la necesidad primitiva de superar el tiempo gracias a la perennidad de la forma.
En el siglo XV la pintura occidental comenzó a despreocuparse de la expresión de una realidad espiritual con medios autónomos, para tender a la imitación más o menos completa del mundo exterior. El acontecimiento decisivo fue sin duda la invención de la perspectiva. A partir de entonces la pintura se encontró dividida entre dos aspiraciones: una propiamente estética —la expresión de realidades espirituales donde el modelo queda trascendido por el simbolismo de las formas— y otra que no es más que un deseo totalmente psicológico de reemplazar el mundo exterior por su doble. Sin embargo, la perspectiva había resuelto el problema de las formas pero no el del movimiento.
El conflicto del realismo en el arte procede de la confusión entre lo estético y lo psicológico, entre el verdadero realismo, que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas. Así se entiende por qué el arte medieval, por ejemplo, no ha padecido ese conflicto; siendo a la vez violentamente realista y altamente espiritual, ignoraba el drama que las posibilidades técnicas han puesto de manifiesto. La perspectiva ha sido el pecado original de la pintura occidental.
Niepce y Lumière han sido por el contrario sus redentores. La fotografía, poniendo punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por la semejanza. Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta ilusión era suficiente en arte; mientras que la fotografía y el cine son invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo. Esto supone la satisfacción completa de nuestro deseo de semejanza por una reproducción mecánica de la que el hombre queda excluido. La solución no estaba tanto en el resultado como en la génesis (la fotografía aun tardaría, por ejemplo, en igualar a la pintura en la imitación de los colores).
Liberado del complejo del «parecido», el pintor moderno abandona el realismo a la masa. La originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad. Por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto. La personalidad del fotógrafo sólo entra en juego en lo que se refiere a la elección, orientación y pedagogía del fenómeno; por muy patente que aparezca al término de la obra, no lo hace con el mismo título que el pintor.
La objetividad de la fotografía le da una potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica. Nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado, re-presentado efectivamente, es decir, hecho presente en el tiempo y en el espacio. La imagen puede ser borrosa, estar deformada, descolorida, no tener valor documental; sin embargo, procede siempre por su génesis de la ontología del modelo. De ahí el encanto de las fotografías de los álbumes familiares. La fotografía no crea —como el arte— la eternidad, sino que embalsama el tiempo; se limita a sustraerlo a su propia corrupción.
En esta perspectiva, el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. Por vez primera, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio.
Las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real. No depende ya de mí el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor. En la fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podíamos ver, la naturaleza hace algo más que imitar el arte: imita al artista.
La fotografía se nos aparece así como el acontecimiento más importante de la historia de las artes plásticas. Siendo a la vez una liberación y una culminación, ha permitido a la pintura occidental liberarse definitivamente de la obsesión realista y recobrar su autonomía estética.
Daniel
27/10/2024